lunes, 14 de mayo de 2012

Contra los prólogos

El prólogo es una introducción que nadie ha pedido. El anuncio antes de la película. La publicidad que te salta, a pantalla completa, al entrar en la página web.

Mi rechazo a estas intromisiones entre el lector y la obra viene de varias malas experiencias que, por repetidas, han terminado por configurar el prejuicio. Así que mi primer placer al coger un libro es ignorar el prólogo.

Las editoriales los utilizan como un gancho comercial más. Se preocupan tanto de conseguir una firma ilustre (que no suele ser escritor/a) que prologue su último lanzamiento como de la propia selección y edición de la obra. Éstos son los más fáciles de detectar y, por ende, de pasar página.

Hay otros prólogos más peligrosos. Los suelen firmar nombres desconocidos, intelectualoides y/o escritores frustrados como yo. Por lo que he leído, suelen cometer el error de tratar de ponerse a la altura del autor al que introducen. Entonces el texto se convierte en un intento de definir, encasillar y explicar la obra que continúa. Tampoco es extraño encontrarse críticas al escritor, en las que el prologuista cree poder  demostrar su superioridad ante un hombre o mujer que no se dedica a teorizar sobre literatura, sino que escribe. En un símil cinematográfico, es como si el crítico de turno apareciera en la pantalla del cine, justo después del recordatorio de apagar los móviles, para valorar la película que se va a proyectar.

Hay que desconfiar incluso de las introducciones de grandes escritores. Al comprarme una recopilación de relatos de Chéjov (Cuentos imprescindibles, editorial Debolsillo), me topé con un prólogo del mismísimo Richard Ford. Éste no lo ignoré. Cuál fue mi sorpresa cuando, al hablar de La dama del perrito, Ford daba por hecho que la historia era sobradamente conocida ¡y destripaba el final del cuento! De acuerdo que es un texto universal, pero el que se acerque a Chéjov no tiene por qué conocer el relato. De hecho, yo me compré el libro precisamente para eso.

Luego hay otros casos directamente inexplicables, como la imagen de la derecha. El nombre del autor del prólogo se ve borroso, pero se ve.

¿Cuál es la solución a esta lacra de los prólogos? Tiene varios nombres: epílogo, postfacio, nota final... Sólo han de colocarse en las últimas páginas para que el lector, una vez saciado su afán por conocer la historia y con una opinión formada, decida si quiere dedicarles unos minutos. Personalmente, lo desaconsejo.